Eso fue lo que hice en la traducción de La Reina Blanca (P. Gregory):
Anthony, un inocente en la cárcel, está aguardando a morir cuando se haga de día, pero no pasa la noche rezando, sino escribiendo. En sus últimas horas no es un aventurero, ni un caballero, sino un poeta. En el momento mismo de enfrentarse a la muerte, la suya y la de todas sus esperanzas, comprende que todo es vanidad:
Con escaso pensamiento
mas muy hondo sentimiento,
recordando pesaroso
la inconstancia del estar;
en mi pugna desafiante,
contemplando cuán cambiante
es la fortuna en este mundo,
¿qué me cabe ya pensar?
Con digusto
y mucha pena
hoy me enfrento
a esta condena
sin remedio,
es lo crucial.
Y atrapado
en este trance,
lo sensato
en dicho lance
es que acepte
mi final.
Ahora pienso
con certeza
que debiera
sin tristeza
despedirme
de vivir,
pues observo
que la suerte
siempre intenta,
hasta la muerte,
mis deseos
incumplir.
(Extracto de La reina blanca, de Philippa Gregory. Traducción de Cristina Martín Sanz.)
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